El País.- Para comprender cómo se vive el terror de la violencia en México es necesario colocarse mentalmente a las puertas de una pizzería de Ciudad Juárez, un jueves por la noche. O de quienes trataban de volver a sus casas en Tijuana un día después.
Es probable que uno no sepa que unas horas antes, a unos kilómetros de ahí, en un penal estatal, una pelea entre bandas rivales, llamadas en este caso Los Chapos y Los Mexicles, se han sentenciado a muerte. Nadie puede prever el caos que se desatará horas después. Y un vecino va a una pizzería a cenar, o a una tienda de alimentación, o a echar gasolina a su coche, o vuelve del trabajo en un autobús de la fábrica, cuando todo estalla.
Cuando la mecha que se prendió tras las rejas de una cárcel, gobernada por todos menos por el propio Estado, se extiende a la puerta de su casa. Y entonces una ciudad completa se convierte en un macabro escenario bélico, que es para los criminales un campo abierto donde pasearse con bombas y rifles de asalto desatando el pánico y acribillando a gente a quemarropa, como si estuvieran en un videojuego.
La masacre del jueves contra civiles en Juárez no fue, como explicó el viernes el presidente Andrés Manuel López Obrador, un caso inédito de ensañamiento contra la población. Se ha sucedido en los últimos años en diferentes puntos del país con la misma voracidad: Reynosa, Fresnillo, Aguililla, Caborca… El viernes por la tarde, en un ataque coordinado, el crimen organizado incendiaba vehículos y cortaba carreteras en las principales ciudades de Baja California, Tijuana, Tecate y Mexicali. Una escena similar a la que vivió el jueves Ciudad Juárez y dos días antes, en Guanajuato y Jalisco.
Lo que parece insólito es la cantidad de hechos violentos del narco que han incendiado cinco rincones del país en menos de una semana. Las portadas de la prensa nacional llegaron a abrir tres días seguidos con las llamas consumiendo negocios, gasolineras, camiones, pueblos rendidos a su poder. Y con muertos.
El martes, unos hombres vestidos de militares, que coreaban el nombre de El Mencho —Nemesio Oseguera Cervantes, líder del Cartel Jalisco Nueva Generación— irrumpían a tiros en una tienda de Guanajuato atemorizando a todos, no solo los que estaban ahí, sino también a los que seguían desde su casa en sus celulares el poder absoluto del narco en su pueblo. Esos hombres de camuflaje y sus muchas camionetas blindadas con estampas del cartel se estacionaron frente a un cuartel militar y vaciaron los cargadores. Pero en esa tienda, durante tres minutos y 30 segundos, no hubo más uniforme que el de los sicarios.
El narco se ensaña contra la población porque puede hacerlo. Ese es el mensaje que han enviado los criminales durante décadas, pero especialmente en los últimos años, tras el descabezamiento de los grandes cárteles que fragmentó el crimen en minicélulas, pandillas locales, grupos regionales, con el mismo poder de fuego que toda una corporación municipal, o incluso estatal.
De manera que los conflictos ya no se producen exclusivamente por el control de las rutas del tráfico de drogas hacia Estados Unidos, todo puede comenzar con una riña en un penal, con una pelea impredecible entre jefecillos locales, sicarios que cambian cada semana de bando. Y esto se ha reproducido en cada rincón del país.
De esta forma, no es necesario un gran golpe del Estado contra el narco para que incendien una ciudad; basta con que a uno de ellos, armado hasta los dientes, le parezca oportuno someter a gente inocente para llamar la atención de la policía y hasta del Ejército y así quebrarle el negocio temporalmente a un rival.
El ensañamiento contra la población es tan común que hasta tiene un término propio: calentar la plaza. Así se llama en la jerga del narco, que ha permeado necesariamente entre la población, la práctica a través de la cual un grupo criminal, grande o pequeño, provoca el caos en un territorio dominado por su rival para atraer a las fuerzas armadas. Esto incluye balazos a gente inocente, quema de negocios, bloqueo de carreteras, y todo el ruido posible.
El objetivo es que el Ejército se despliegue, se pida desde el Gobierno que se dé con los responsables, haya unas cuantas detenciones, y en definitiva, se rompa el orden criminal establecido para imponer después otro. Y así, las veces que el crimen lo considere.
No hay frentes de batalla, ni tampoco zonas claras donde uno sepa que está a salvo. Hay algunos Estados que se escapan de estos niveles de terror, como Yucatán. Pero en general, la violencia en México se cobra 100 homicidios al día y hay más de 100.000 desaparecidos, más que los que provocó el conflicto con la guerrilla en Colombia y la represión de la dictadura Argentina.
Los plomazos pueden aparecer en un exclusivo hotel en la Riviera Maya, en una avenida turística de Playa del Carmen, con la misma facilidad que aparecen más de una decena de cadáveres torturados frente al Palacio de Gobierno en Zacatecas.
El Gobierno informa cada miércoles sobre seguridad y los jueves, de detenciones exitosas. Cada uno de estos ataques se observan como hechos aislados, como tragedias inevitables.
La corrupción de las autoridades, la desigualdad, la pobreza, son el leitmotiv de cada conferencia mañanera del presidente para justificar una crisis de Gobierno compleja de resolver. Más becas para los jóvenes, para evitar que pueblen las filas del crimen organizado, más ayudas para disminuir la sangrante brecha que mantiene a la mitad de su población en situación de pobreza.
Medidas ambiciosas que no ponen un coto a la violencia a corto plazo.
López Obrador ha anunciado una de sus reformas pendientes, la consolidación de la Guardia Nacional como un cuerpo militar encargado de combatir el crimen, pero también de tareas de seguridad pública. Pese a que la Constitución prohíbe la intromisión del Ejército a todos los niveles de seguridad ciudadana, el partido del mandatario, Morena, ya la modificó mediante un acuerdo con la oposición en 2019 para que, de forma temporal y hasta 2024, el nuevo cuerpo estrella estuviera subordinado a la Secretaría de la Defensa.
Ahora pretende que esa medida temporal se resuelva, para lo que deberá buscar un resquicio legal, pues no cuenta con la suficiente mayoría en el Congreso, y se extinga la policía federal.
La medida, que ha sido polémica por no contar con el acuerdo suficiente entre los miembros de la oposición y por lo que implica asumir que el Ejército tomará el control absoluto del combate a la delincuencia, no supondrá en la práctica ningún cambio. Cada rincón del país está sembrado de cuarteles y camiones blindados con militares que patrullan las calles con más asiduidad que un coche de la policía municipal.
El problema es que ni siquiera todo el poder del Ejército ha podido controlar la violencia en los últimos tres años.
Declararle la guerra abierta al narco no es una opción para López Obrador. El país observó las consecuencias de la batalla que emprendió el Estado con Felipe Calderón en 2006 y que continuó Enrique Peña Nieto hasta 2018.
El número de ejecuciones extrajudiciales de los militares se disparó, también la cantidad de homicidios entre gente inocente, y las fosas de cadáveres comenzaron a multiplicarse con fuerza. Las peores matanzas que había vivido el país sucedieron en esos años. Y el presidente busca distanciarse de sus antecesores con una política menos agresiva. Aunque se siguen organizando ataques contra el narco: el intento de detención de un líder criminal del Cartel Jalisco fue lo que provocó esta semana el caos en diferentes municipios del centro del país.
Mientras las estrategias de seguridad se debaten en los despachos, un ciudadano cualquiera va a una pizzería en Ciudad Juárez un jueves por la noche. Una mujer entrevista en un negocio de alimentación a otra joven que ha llegado a buscar trabajo.
El primero acaba acribillado a tiros junto a otras tres personas. Y la tienda se incendia por dos cócteles molotov que el grupo de los Mexicles ha arrojado antes de desatar el caos en esta ciudad fronteriza, las dos mueren ahí dentro.
La población es su rehén y ellos, los únicos que mandan, hasta el próximo ataque.
Con información de Elena Reina | El País